La amistad.

Grito, me enfado, lloro, chillo, golpeo, grito, y cuando acabo, digo: voy a contarle todo a mi mejor amiga ahora mismo. Cojo el móvil. Me doy cuenta de que no está. Y ahora qué. Ahora nada. Volvemos a intentarlo. Volvemos a joderlo. Primero tú. Luego yo. Ambas. Y yo me pregunto, después de tantas veces ¿por qué sigo echándote de menos? ¿por qué sigues siendo irremplazable? ¿el tiempo lo cura todo? Venga, el tiempo no cura nada, ni amistades pasadas, ni heridas, ni cortes.

Saliamos a la calle, nos hacíamos fotos, nos reíamos, cantábamos, bailábamos, llegábamos a casa, nos tirábamos cojines, reventábamos botellas de coca-cola, éramos unas crías. Llegaba la noche, nos sentábamos en la cama, nos reíamos, nos desahogábamos, y cuéntame, por qué conozco cientos de personas y en ninguna confío como confiaba en ti. Bueno no, cuéntame, por qué sigo confiando de esa manera en ti si ya no hay nada. Podría confiarte mi vida aunque nos odiásemos a muerte. Si eso no es un vínculo de hermanas, no sé qué más puede serlo.

Simplemente, cada vez que algo va mal, me abrazo a la almohada y espero salir a la calle y encontrarte en mi puerta dispuesta a gritar por cualquier sitio a mi lado. Juntas. Con ese vínculo que nunca, nunca podré superar.

Comentarios

Entradas populares de este blog

Oda a las ganas

El duelo sin fin

Cartas en prosa: I