Post mortem (II)

Es chocante verlo desde fuera, pero creo que ha llegado el momento del balance de daños.
Ahora que estoy en una posición despejada, veo cómo me aferraba a alguien que siempre quiso irse. Yo intentaba que se quedase alguien que no quería quedarse, alguien que nunca quiso quedarse del todo. Yo escuchaba sus llantos, calmaba sus temores, acariciaba sus gritos, en el vacío, yo era la única que se paraba a atenderlos. Y sin embargo, aquí estoy, desde el otro lado de la carretera, ¿acaso sirvió para algo? ¿Valió la pena intentar solventar la suya? Tantas noches buscando el modo de entrar, de arreglar las patas rotas, de lijar los cristales para que no se le clavasen dentro, ¿acaso en algún momento ese trabajo fue valorado? Ni siquiera me di cuenta, ni siquiera lo hacía buscando reciprocidad, pero el resultado fue nefasto. No conseguí coser sus heridas, más bien me pinché con las agujas. Como quien se tira horas en el taller arreglando una caja de música para que alguien llegue y la tire desde un décimo. Y si no era suficiente el dolor de la impotencia, del ver que no podía ayudarle, ahora ni siquiera soy un nombre en su lista de contactos. Ahora veo el partido desde fuera del estadio, o lo que es peor, ni siquiera puedo verlo. Por una parte me agradezco como favor personal el haberme salvado de esa esclavitud mental avocada al fracaso que no conseguía más que tenerme pendiente de alguien que nunca me tuvo en cuenta. Por otro lado hiere el saber que no se me echará de menos en el lugar al que siempre estuve dispuesta a ir, hiciese frío, lloviese o tronase.
Quiero pensar que me he salvado, pero sigo pensando que necesitaba salvarle a él.

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